miércoles, 13 de enero de 2016

Dos palabras

No me gusta hablar de esto. Lo odio. Odio hablar de esto y odio ver que hablan de esto. La red está saturada. Cuentas de Twitter, Facebook, Instagram, canales de Youtube, páginas webs enteras, foros dedicados a ello. La red está saturada de gays hablando de ser gays y gays siendo gays. Por eso no me gusta. Es como la sobreinformación. No quiero publicar una entrada en mi blog sobre el tema. Tema en el que dejarás de encontrar cosas nuevas tras una liviana búsqueda. Pero hoy me veo en la obligación de hacerlo. Por mí y por otros.

Quiero dejar claro que soy un tío normal que a día de hoy tiene que convencer a cada persona que conoce de su sexualidad; la mía, no la de ellos. Por suerte o por desgracia nunca me creen y he tenido muchas charlas al respecto. Sigo invicto en el concurso de eructos de mi instituto de secundaria. Dibujo pollas en la pizarra de la nevera de mi piso compartido. No escucho a Lady Gaga, ni me gusta ir de compras. De hecho me quejo más cuando toca hacerlo que los maridos de las señoras, esos que se sientan en los bancos de los centros comerciales a esperar. Con esto quiero decir que, fíjate, no todo se limita a ser el cliché de su minoría. No todos los negros roban. No todos los judíos saben llevar bancos. Por favor, no clasifiques esto dentro de la categoría “loquesea gay”, como en esos absurdos apartados de “literatura gay”, “cine gay”, etc. Esto no es así. Esto no es la historia de un gay que se va de su pueblo o que quiere perseguir su sueño de bailar. Eso ya está contado. Reconozco que puedo llegar a parecer muy homófobo, y si me conoces lo sabrás. Tengo un humor muy negro y opiniones muy controvertidas, y prometo ser muy cáustico y explicar ciertas cosas en otra entrada, pero no en esta.

Esta entrada va a ser larga, no va a interesar a casi nadie. Pero estoy seguro de que si la necesitas, la leerás hasta el final.

Hoy en Instagram ha salido del armario el actor Charlie Carver. ¿Como tantos otros? No. Ha sido distinto. Ha publicado algo que me ha removido por dentro. Ha relatado a la perfección un sentimiento que creo que es universal a todos los gays. Contaba, entre otras cosas, la dificultad de decir en voz alta “Soy gay”. Dos palabras. Dos simples palabras.
Ahora miro atrás y me río, pero el 31 de Marzo de 2013 lo pasé muy, muy mal. Ese día salí del armario. En mi caso fue un poquito más difícil de lo que imagino que fue para muchos otros, aunque infinitamente más fácil que en los casos que de verdad importan. Desde bien pequeño lo he sabido. Si se puede decir que lo sabes, porque en realidad no sabes nada. Me parecían muy bonitos los brazos de los amigos de mis hermanos mayores. Y una cosa llevó a la otra. Crecí con eso y me vi de pronto con la edad suficiente para comprenderlo. Ahí sí que lo sabía. Y sabía que no era lo normal, entendiendo normal como frecuente, por supuesto. Por suerte nunca tuve ningún sentimiento de culpa como sé que en otros casos suele pasar. Siempre he tenido la cabeza bien amueblada por las típicas arrugas en el pañuelo de la vida que a cada uno le toca sobrellevar. No era el momento de decirlo. Me guardé mi sexualidad, mis sentimientos, para mí solo. Esperé un par de años hasta que me di cuenta, sin ser consciente de ello, de que tenía que contarlo. Al principio no haces más que posponerlo. Después se convierte en una necesidad. Una etiqueta de la ropa que te irrita la piel. Un padrastro en una uña. Llega un momento en que la etiqueta te corta y el padrastro te sangra. Ese momento es cuando te miras al espejo.

Creo que casi todos lo hemos hecho, como programados por algo atávico y universal. Y, ante el inmenso público de nosotros mismo, hemos comenzado a pronunciar “soy gay”. Pero no puedes. No eres capaz. Es algo con lo que llevas viviendo toda la vida. Estás acostumbrado. Sabes que no es malo, ni mucho menos. Sabes que eres quien eres, que no influye, que no cambia nada, es solo un gusto. Como preferir las hamburguesas a las pizzas, suelo decirle a todo aquel con el que hablo y tiene problemas con identificar su sexualidad. El corazón te va a mil. Se te revuelve el estómago. Sientes tu propio miedo estrangulándote. Te oyes respirar más alto de lo normal. Dos palabras que no eres capaz de decir. Ese día es una mierda. No has sido capaz de decir en voz alta quién eres, una mera pieza que construye tu persona.

Durante un tiempo piensas mucho en ello y un día reúnes el aplomo para decirlo muy bajito, o como en mi caso, solo moviendo los labios. Un absurdo playback de tu propio miedo. Cuando consigues decirlo insuflando un poquito de fuerza por tus cuerdas vocales sigues temblando, pero te sientes orgulloso. Aun así te aseguras de que no hubiera vecinos en el rellano. Ya está. Hecho. La siguiente meta es contarlo. Y, por supuesto, lo pospones. Todo lo que puedes. Para encontrar el momento adecuado, te dices a ti mismo.

La verdad es otra. Es muy jodido decir en voz alta algo así. Sientes impotencia. Es totalmente equivalente a decir que te gustan las hamburguesas o que eres rubio. Y da igual que tu familia sea de una ideología de otra. Tienes miedo de decirlo. Barajas la idea de contarlo en la comida del domingo y, aunque tus padres seas de lo más liberal, te imaginas en un puente, en casa de tus tíos, a tu madre llorando, a tu padre apretando el puño. Toda tu vida puede cambiar. En algunos casos no tan afortunados como para la duda, sabes que tu vida cambiará si lo haces. Y sientes miedo. Sientes puto miedo. Estás solo en eso. Y sobre todo esto está flotando la impotencia. La puta impotencia. La puta impotencia de no tener los cojones de decir que eres gay ni siquiera en voz baja estando solo en casa por culpa de que hay gente que piensa que es algo despreciable. Por miedo a palizas, a comentarios (no olvidemos que lo normal es pasar esto en la adolescencia), a miradas, a que tus padres te echen de casa…

Esa pelotita que latía en tu interior explota y sabes que se acerca el momento. Valoras cada minuto 
como posible escenario. Pierdes oportunidades por miedo y te quedas ahí. Parado. Con la misma sensación que cuando sueñas que caes al vacío. Hasta que llega el día en el que sabes que ocurrirá. De hoy no pasa, te repites. Y lo haces. Personalmente no tuve suficiente estómago para decir esas dos palabras. Fui un cobarde y he de admitir que lo lamento porque hay muchas cosas, vidas, lágrimas e ideales detrás de esas dos palabras. Me gustan los chicos, le dije a mi madre, recién salido de la ducha tras haber salido a correr, a eso de las seis de la tarde, sentado en la mesa de la cocina donde me suelo sentar y mientras mi madre fregaba los platos de la comida con una camiseta blanca y un pantalón gris aquella tarde del 31 de Marzo de 2013. Soltó un vaso que estaba enjugando y se apoyó de espaldas a la pila. Cuando logré convencerla su respuesta me alivió, si bien no me pareció la más acertada, pero me lo reservo para ella y para mí. Me cubrió de besos y de abrazos. Y lloró de pura empatía. Era como si tuviera la capacidad de hacer que todas mis preocupaciones, mis miedos y todos esos momentos realmente malos por culpa de esas dos palabras se pudieran ir junto con sus lágrimas. Y con las mías.

Todos los demás fueron fáciles.

Al mes mi madre me sorprendió. “Desde que nos contaste lo tuyo, se te ve mucho más feliz”.
Ahora miro al pasado y me río de cada una de las veces que dije esas dos palabras en voz baja. Puedo gritarlo en medio de clase, o por la calle, hago chistes… Todo mejora, como reza la campaña It Gets Better.

Si estas en la situación en la que yo estaba hace un par de años y ya se te clavan las perchas del armario, cuéntalo. Qué fácil suena, pensarás. He pasado por eso, sé que es muy jodido, pero hay que echarle huevos y coger el toro por los cuernos. Es tu vida, no te la amargues por algo así. Un secreto así de grande te consume por dentro, puedo afirmarlo. Busca a alguien de confianza, que sepas que no va a reaccionar mal y cuéntaselo. Es como quitarte una mochila llena de piedras. Y no lo digo yo, lo dice gente que ha vivido más:



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